The «Fighting Temeraire» and Me
Este cuadro había pasado bastante desapercibido para mí en mi visita a la National Gallery (como no había cuadros allí en los que fijarse…) pero, tuve la inmensa suerte de encontrarme con él de nuevo inesperadamente. No era el original, era una reproducción que un amigo había enmarcado decentemente y colgado en el salón de su casa. Pero allí estaba, presidiendo el salón. Durante la cena me tocó sentarme en una silla frente a él y, casi por obligación, me tuve que fijar de nuevo en los barquitos y en la puesta de sol. Hubo una segunda casualidad, esa noche era un quince de agosto. Mi padre hubiera cumplido 75 años ese día. Durante la tertulia post cena, sin darme cuenta, me despisté pensando en él. Me ayudó el hecho de que la conversación se adentrara por unos vericuetos de los cuales yo era absolutamente ignorante y que además no me interesaban en absoluto: el tema del que hablaban era el tipo impositivo obligatorio para empresas que desarrollaban sus negocios en España pero que pagaban sus impuestos en países de la unión europea como Irlanda. Un rollazo de gente super seria. Desconecté y me puse a contemplar el cuadro con mi padre en el corazón.
No recuerdo el tiempo que estuve mirándolo, sólo sé que sentí como si, de repente estuviéramos sólo él, yo y mis pensamientos. Me metí en la pintura y descubrí que era un cuadro precioso (no todos los cuadros nos entran por los ojos a la primera, no hay más que fijarse en el de Miró), la combinación de colores era deliciosa y además mostraba tres de mis amores de toda la vida: el mar, la luz del atardecer y un esplendoroso velero. Allí hubiera querido irme en ese momento. Era uno de esos atardeceres que se ven en sitios como Cádiz, o en alta mar cuando tienes la suerte de que haya alguna nube en el cielo. Pero era mucho más que eso. No era un atardecer al uso con unos barquitos. Me pareció que los colores eran más intensos de lo que son en la realidad, con esa intensidad que sólo aprecias cuando estás enamorado de alguien, en especial si ese alguien es la vida. Los reflejos del cielo en el mar eran intensos, apasionados, llenos de una luz y un color que parece que quieren negarse a desaparecer, desean permanecer para siempre con nosotros. O quizás que por lo fugaz aparecen más vivos que nunca. ¿Quién no ha experimentado eso alguna vez? Esos momentos que parecen se alargan en el tiempo hasta el infinito. Esos momentos que son una mezcla extraña de la más pura Belleza y del Dolor de saber que pronto tendrán un fin. Sin duda era uno de esos días que no quieres que acaben, y que al tiempo los lloras porque sabes que nunca volverán.
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres…
ésas… ¡no volverán!
Pero el sol actuaba de testigo, ponía el color (y me aventuraría a decir que hasta la música) a la escena, pero no era el protagonista. El protagonista era un velero blanco con ribetes dorados. Parecen los colores de un ángel, no los de un barco. Ese ángel es escoltado por una nave que enarbola la bandera blanca mientras él es arrastrado por un negro remolcador. Yo no conocía la historia entonces y me pregunté, ¿Quién es este velero vestido de ángel?. Tiré de teléfono, lo miré en Wikipedia y por fin lo encontré. Ahí nos presentamos. Le llamaban “The fighting temeraire”, y era el barco que había comandado el almirante Nelson durante la victoriosa batalla de Trafalgar contra las tropas napoleónicas. En esa batalla el héroe inglés fue herido de muerte y poco más tarde pereció. Seguí leyendo y entendí la escena que aparecía pintada. Al Temerario inglés lo remolcaban para ser desguazado. ¡¡Al Temerario!! ¡¡al buque más laureado de la armada inglesa!! ¿Cómo era eso posible?. La respuesta me la dio el pequeño y potente remolcador negro como la noche. El Temeraire ya no servía, ya no era útil, se había acabado su tiempo. Se habían inventado los barcos de vapor.
Se acabó su tiempo, así de fácil, como si no contara para nada las batallas que había librado defendiendo su bandera. Duras palabras que se han repetido desde que el tiempo es tiempo. Nada dura eternamente, dicen. Es la batalla de útil contra lo bello, de lo práctico contra lo auténtico. Es el progreso, dicen. Es el progreso que arrasa con todo lo que no puede seguir su ritmo, lo que no mira en su dirección, que no mira más que hacia delante, que no se apiada del que no puede correr. Me puse a mirarlo y me dieron ganas de ponerme de pie y saludarlo con el respeto que merecía. Navegaba tranquilo, con esa tranquilidad del que encara su último momento en paz. Admiré la grandeza de su triste figura y no pude sino recordar a ese Quijote derrotado que vuelve a casa. Se acabaron los tiempos dorados de los caballeros andantes, y de los navíos a vela. Se acabaron las viejas leyendas y las viejas historias de amor. El ocaso de los dioses, magnífica y triste película. El ocaso, ¿hay alguna palabra en nuestro idioma que encierre en sí misma tanta tristeza?
Este cuadro nos muestra una escena marina, pero nos habla de otra cosa. El barco es la excusa que encontró para hablarnos de la irreversibilidad del paso del tiempo y de todos los sentimientos que en él brotan. Turner pinta lo que ve para hablarnos de lo que siente. Sus colores, sus atardeceres, sus navíos o el mismo mar son un símbolo de la vida que pasa para no volver. Es una manera de unirnos en torno al misterio de lo efímero de la vida. Ese cuadro me hablaba a mí ese día, el día del cumpleaños de mi padre. Me compadecía por su ausencia, me recordaba su grandeza, me acompañaba en la incomprensión de la muerte, me reconfortaba mostrándome la belleza de la vida.
Sentí que una mano se apoyaba en mi hombro.
- Nos vamos, Luis, ¿no te piensas levantar? Se había acabado la tertulia y todo el mundo estaba de pie despidiéndose.
- ¿Ya nos vamos?.
- Sí, todo el mundo se va, esta buena gente tendrá que irse dormir.
- ¿Dormir? (Yo no quería irme a dormir, mientras quedase algo de luz prefería estar despierto).
…
El Colibrí Curioso