fb.    in.    be.    pt.

Capitanes Intrépidos

Soy un tipo la mar de obediente, eso sí, sólo cuando me da la gana. El viernes hice caso a lo que dijo Edgar, busqué la cuarta sinfonía de Schumann en internet, me coloqué los auriculares y, cerrando los ojos para no distraerme, me dispuse a escucharla. Cierto es que me encontraba sentado en la mesa del salón de casa y no pasaron más que unos minutos hasta que alguien, mi rubio hijo Pepe que llegaba del colegio, viniera a darme un beso y me interrumpiera. Bonita interrupción. Le di al “play” de nuevo y seguí con la melodía interpretada por orquesta de Viena y Bernstein pero la escucha fue un ir y venir interrumpido por una llamada de teléfono, unos cuantos “whatsups” de un grupo que sale en bici los sábados, y un no dejar de pensar en cómo escribir la reflexión de la conferencia esa misma tarde. Un desastre total.

 

 

Soy un hombre de férrea voluntad, aunque sólo cuando me apetece. Media hora más tarde me trasladé del salón a mi habitación, bajé las persianas, me estiré en la cama y me puse con Schumann y su sinfonía de nuevo. Y la escuché de principio a fin, sí, pero por la razón que fuera, mi pensamiento no estaba entre las notas. En mi cabeza sólo oía ruido. No me conecté nunca de verdad, no fluí ni un solo momento. Así que decidí tomar una decisión práctica, me calcé las zapatillas de deporte y me fui a correr por el barrio pensando en que mañana, muy probablemente, sería otro día.

 

Hoy es sábado y estoy sentado en la sala de ensayos. A mi lado una señora con una sonrisa encantadora que es la madre de una de las integrantes de la orquesta que toca el contrabajo. Algo ha cambiado hoy en mí, lo siento, es como si de repente hoy me encontrara en silencio conmigo mismo, sin ruido. Sentado en esta sala percibo todo lo que ocurre, escucho lo que se dice y siento lo que suena. Mi atención es completa, total, nada de lo que ocurre fuera de esta sala de ensayo me interesa en este momento. Cerrar los ojos en este instante me distrairía. Mi mirada se cuela entre los músicos y sus instrumentos, mi alma quiere conectarse a la suya.

Comienza la sinfonía con un trueno que me despierta y acto seguido los violines se encargan de mantener la tensión avisándome de lo que me espera. Veo las cabezas de los violinistas balancearse de aquí para ya, como la tripulación de una nave que se mueve al son de las olas musicales que las melodías generan. Los vientos son recios, las olas que balancean a los violines erizadas, los contrabajos suenan como los lamentos de las jarcias. Junto a mí las trompetas, los vigías que deben alertar de la cercanía de nuestro destino, siguen en silencio, no parece haber tierra firme a la vista, la singladura acaba de comenzar.

 

 

Nos adentramos más y más en un mar inexplorado. La crispadas olas se endulzan sonando a melancolía, las aguas oscuras se aclaran por un instante antes de volver al profundo azul. Levanto la vista y entre todas esas olas que se elevan y aturden nuestro ánimo, subido al puesto de mando, encuentro al intrépido capitán. Es un Ulises entregado a su destino, que nos conduce hasta la inevitable última nota antes de que nos encontremos con el gran silencio. El capitán infunde ánimo a la tripulación en cada gesto, increpando a las olas, enardeciendo a su tripulación, apaciguándola cuando lo necesita, dándoles la guía que todos precisan en una travesía de tan bravos elementos. A su mando la nave se eleva para volver a descender, se encarama una vez más para descolgarse después. La travesía es tan enmarañada como bella, y el esfuerzo del capitán y su tripulación titánico. Pero la pasión de nuestro capitán es inagotable y su saber hacer nos permite navegar entre emociones con una intensidad que nos marca hasta esa última nota que morirá en el silencio… si es que algo muere en el silencio.

 

 

No he sido más que un avejentado grumete, pero durante toda la travesía me he sentido parte de la tripulación, parte de un todo que formamos los que estamos aquí. Mi corazón ha vibrado con cada nota, mis manos se agarrado para no caer, mis lágrimas son ya una parte del mar sobre el que hemos navegado. Llega el silencio y empiezan los aplausos. Aplausos del más puro agradecimiento por lo que allí hemos vivido. Me giro hacia mi vecina y esa madre encantadora llora vergonzosa junto a mí. Es “muy bueno”, me dice, no sabes el esfuerzo que hay detrás de todo esto, de él y de toda la orquesta.

 

 

Hay gente, como Edgar, que saben cuál es su “areté”. Un hombre como cualquiera de nosotros se convierte en un titán dirigiendo una orquesta. El mérito es inmenso. No sólo por el hecho de sacar los mejores sonidos de cada uno de los instrumentos, sino por el coraje que demuestra al emprender cada concierto. Siento un inmenso respeto por la labor de Edgar. Necesitamos a gente como él en nuestra comunidad que nos demuestre que nada es imposible, que con esfuerzo y talento se consigue todo: hasta poder vivir de tu pasión.

De parte de todos los curiosos: Os damos las GRACIAS a Edgar y todos los miembros de su tripulación de “Camerata Musicalis”. Nos habéis hecho un regalazo que no olvidaremos. Hoy, domingo, gracias a vosotros somos mucho más “ricos” que ayer.

 

 

El colibrí curioso

 

 

Post a comment: